OPINIÓN | Econokafka | Sergio Negrete Cárdenas | 08 de enero, 2021 |
Las mentiras te alcanzan, la polarización que utilizas acaba por destruirte. Tanto juegas con la cola del tigre que un día logra atacarte. El demagogo acaba por creerse sus propios cuentos y se siente invulnerable hasta que su exceso lo destruye. Hace dos días ocurrió con Donald Trump.
Porque el demagogo siembra con mayor éxito entre los elementos más irracionales de una sociedad, que finalmente acaban por representar la vanguardia de su movimiento. Son los creyentes más fervientes los que mantienen su fe en los mesiánicos, y que caen en los radicalismos por estar obnubilados. Los discípulos más fervientes son por completo acríticos ante los dichos del líder, y cuando tienen iniciativa están dispuestos a todo por esa persona que idolatran.
Las prédicas del demagogo son desechadas por mentes equilibradas, vistas como expresiones insensatas aunque inofensivas, tonterías que no merecen mayor comentario y menos una reacción seria. Esto aumenta el peligro porque en cambio una minoría muy pequeña pero dispuesta a todo sí lo toma en serio y actúa. La toma del Capitolio por unos cientos de enardecidos muestra la fuerza del demagogo sobre aquellas mentes que domina por completo. De los 74.2 millones que cruzaron la boleta electoral en apoyo al Presidente, bastó una fracción mínima para que Estados Unidos pareciera por unas horas una República bananera.
Hasta hace dos días, Trump mantenía un fuerte liderazgo, un poder enorme sobre muchos políticos republicanos de primer nivel. La bestialidad (en varios sentidos) de aquellos que creyeron ser su guardia pretoriana fue suficiente para permitir a muchos sacudirse esa lealtad. Antes del ataque varios políticos aspiraban a suceder a Trump al tiempo que lo defendían encarnizadamente, presentarse ante los ojos de votantes del futuro tan trumpistas como el neoyorkino. Muchos ya se bajaron de ese barco que naufragó.
Trump pensó que podía decir lo que fuera, por extremo o falso que fuese. Lo creía firmemente porque por años lo pudo hacer, salirse con la suya al tiempo que se burlaba de sus rivales. En la era de las redes sociales que al parecer garantizaban el poder contrastar dichos y hechos, con la verdad prevaleciendo, fue el inventor de la posverdad, la mentira descarada pero creída por millones.
Quizá si Covid no hubiese existido en 2020, Trump habría ganado de nuevo. Fue la ineptitud que alcanzó a millones y mató a cientos de miles la que destruyó esa aura de invencibilidad. Una ocasión notable en que la demagogia y la verborrea no pudieron doblegar a los hechos.
Es entonces cuando el demagogo pierde el control, porque un mesías es incapaz de aceptar que ha perdido. Trump dobló la apuesta buscando lo que era imposible: ganar, aunque fuese al costo de violentar un proceso legal y destruir instituciones democráticas. Incitó a la violencia y lo logró, a un costo que no esperaba: el desprestigio entre muchísimos de sus partidarios. Buscando quedarse con todo, algo que había conseguido muchas veces, lo perdió todo. Porque un hombre leal durante años como Mike Pence no estuvo dispuesto al extremo que le exigía el demagogo como una prueba más de lealtad, porque sabía que se acabaría estrellándose contra el muro de la legalidad, que en esta ocasión entregaría su prestigio a cambio de nada.
Los demagogos, en su arrogancia, siembran las semillas de su propia destrucción. Por eso tantos acaban haciendo historia, como ambicionaban, pero acabando en su basurero.
Con información de EL FINANCIERO